¿Por qué el jardín?

Las primeras vivencias en relación a la naturaleza, el primer contacto con el jardín, con las plantas, con un grillo, con una flor o una hortaliza, son recuerdos especiales que guardamos en nuestro inconsciente y que a través de estos ensayos vuelven a nuestra memoria. Estos recuerdos, generalemente gratos, son los que hacen del trabajo en el jardín algo encantador y que cuando estamos trabajando profesionalmente con terapia hortícola, hacen que nuestros usuarios gocen el proceso y éste los transporte por unos segundos a esa sensación de bien-estar que tuvieron alguna vez en su vida. Los buenos recuerdos sirven para aliviar dolor, pena, frustración, rabia, amargura. Nos distraen y alientan a seguir adelante. Para el terapeuta hortícola los buenos recuerdos de su usuario serán la base desde la cual empezar el tratamiento de rehabilitación. Y si éstos no existieran, será su desafío el crearlos.


Con alegría publico los primeros trabajos de los alumnos del Certificado de Terapia Hortícola de este año 2011, en la esperanza de que inspiren a muchos de los que visitan nuestro blog a remontarse en sus propios recuerdos en relación al jardín.



Horticultura en la vida personal

Adolfo Belarmino Araya González

Nacido y criado en el campo mi vida se ha visto envuelta en la naturaleza desde la siembra a la cosecha, desde el nacimiento a la muerte, con muchas anécdotas por curioso, sin librarme de las picaduras de abejas.

Son pocas las cosas que recuerdo, viviendo en el campo todas esas cosas se hacen cotidianas. Recuerdo con mucha alegría la cosecha de maíz con mis tíos y tías, hacíamos montones que después se guardaban en sacos. Y con ternura, de más pequeño recolectaba flores para regalo y semillas para hacer collares para mis tías; los caracoles con sus cachitos al sol, los gallos que me miraban feo igual que las arañas. Sembrar o plantar no era mucho mi especialidad, si lo era recolectar.

Desde muy pequeño mi refugio fue la naturaleza, jugaba entremedio de la alfalfa mirando insectos como chinitas, saltamontes, hormigas y mariposas. Eran fascinantes, después con el sentimiento de poseer me construí con la ayuda de mi familia una red para atrapar mariposas, así que pasaba muchas horas atrás de mi casa cazando entremedio de la alfalfa florecida con mi red, hecha de un palo, alambre y las pantis de mamá. La recolección me encantaba, la ensalada de yuyo era hermosa aunque no sabía muy bien a esa edad, ahora me encanta. Cuando muy rara vez recolecto y logro juntar para hacer una ensalada, recuerdo con alegría mi infancia, con mi madre la más bella de las mujeres recolectando, riendo, conversando, ella me educaba de esa forma, la recuerdo tan linda.

Me emociona en demasía recordar todo esto, el lazo madre hijo es lo más hermoso del mundo. Después de ser cazador de mariposas, recolector de yuyos, fui cocinero, trapecista y criador de conejos. La recolección de albahaca y orégano, el hacer humitas, “al vivir en el campo recolectaba todos los productos necesarios para cocinar con mi abuela”, recuerdo cuando iba a buscar el postre, sandias, llegaba a la casa con ella y decía “aquí está la sandia calentita” y todos reían hasta el día de hoy. En la tarde jugaba con el trapecio en el manzano, era un árbol gigante. Y los conejos, una vez más recolectar para ellos, me clasifico un recolector. La naturaleza te hace ser autentico más que con los demás contigo, eso lo considero de mucha importancia.

Como niño, hombre y ser humano reconozco la necesidad de un entorno verde para la vida.

Las pocas veces que me he separado de mi tierra fértil me he enfermado, el cáncer toco mi vida después de sólo 7 meses en la ciudad. Retorné a mi hogar, recuperé mi salud, recuperé la vida, sin haber aprendido la lección me fui a la ciudad otra vez. “Adivinen”: me volví a enfermar de cáncer otra vez; una operación no menor en diciembre 2010, quimioterapia y todo el seguimiento posterior. Todo de cemento, lleno de cosas que pinchan y olores a muerte me rodearon algunos meses; mi tierra verde no estaba.

Con mi bisabuela curandera, aprendiz de chaman que fui y actual aprendiz de sanadora y clarividente innata, no me caía la teja que mi lugar era en el campo, mi hogar.

Volviendo a los recuerdos, en básica fui a un colegio agropecuario, las clases de huerto y frutales eran mis preferidas. Desde muy pequeño interesado en las hierbas medicinales y también en sus usos mágicos, como plantas protectoras o ayudantes del amor y un sin fin de propósitos, del colegio a la casa me fijaba en que plantas protegían las casas de mi recorrido, en la mayoría me encontraba ruda pero también encontraba borraja y cactus, todos tenían algo que los protegiera sin saber sus dueños por qué las tenían allí, que maravillosa la capacidad del ser humano y la planta de comunicarse y brindar ayuda mutuamente. El hombre sin entorno verde se convierte en algo así como un animal hambriento, con necesidad de más, de poseer, de controlar, sin importar pasar por encima del otro. Que importante es tener una infancia campesina o en contacto con la naturaleza. Qué lindo es cuando un niño experimenta entusiasmado la siembra, una experiencia que cambia su vida. Hasta el día de hoy la recolección con mamá es un aprendizaje, hace muy poco cosechamos almendras junto a mi hermano y pareja , fue entretenido ya que mi hermano chico pegado al computador casi siempre, pudo realizar una actividad en la naturaleza, lo hizo sociabilizar, reír y hasta hizo un poco de ejercicio. Todo el mundo necesita proteger y ser protegido, amar y ser amado, que lindo es poder cuidar de algo. Naturaleza, huerta, con la gente que amas, se afianza el vinculo, se pasa un rato agradable, se resuelven problemas, “nos comunicamos”, que es lo que nos hace falta hoy en día. El poder cultivar ya sea en un macetero, en un jardín pequeño, en la ciudad o en el campo mismo, nos salva la vida, nos conecta con nuestra esencia y el universo, logrando ser personas auténticas con el entorno y con uno. Nos brinda la capacidad de aceptarnos y ser más tolerantes con el otro ya que la naturaleza te da el don de Ser. Que necesario es tocar la tierra con las manos y aun más con los pies descalzos; una vez leí que cuando uno camina o está con los pies desnudos en la tierra, el cuerpo le comunica lo que pasa en él y la tierra como una madre completa que es, le brinda lo que necesita, desarrollando de esa forma una especie de comunicación telepática con la tierra, encontrando el alimento y la medicina en ella.

Basta ya de hacernos los sordos y escuchemos con atención a la Mapu, rescatemos lo poco que nos queda de ella, salvemos la vida.

Cultivar la tierra con un árbol lo considero una ayuda a la humanidad, poder cultivar nuestro propio alimento es el primer paso para vibrar con Amor. Darles a tus amores un alimento sano con la seguridad que te lo da el hecho de haberlo cultivado con tus manos y tiempo es algo divino, ésta es una de las formas para combatir los transgénicos y todo el veneno que nos venden que llaman alimentación.

Cuando te sientas desesperado riega la tierra, si te encuentras solo cultiva flores para el amor que pronto llegara, cuando la tristeza toque tu corazón come membrillo que atrae la felicidad, si pierdes tu horizonte huele el humo del romero, encontraras las respuestas y si un día crees que todo llegó a su fin, mira la montaña ella te hablara, te dirá que todo recién comienza, te dará esperanza. Qué lindo recuerdo el dormir siesta bajo un árbol, es volver a nacer, a medida que creces lamentablemente adquieres tantas máscaras y escudos que cuando niño no existen, el qué dirán, los prejuicios, el querer pertenecer muchas veces te hace llevar un ritmo no humano y para nada sano, que valiente me siento el ser quien soy, buscando la tierra en cada momento de mi vida, “claro está después de un duro aprendizaje”, buscar la tierra y elegir un camino con corazón fueron unas de mis primeras enseñanzas y las comparto con respeto y humildad, el compartir las enseñanzas y las experiencias lo considero el deber y derecho de todos para así poder crecer y evolucionar como familia. Qué lindo será el día que la tecnología sea amable con la naturaleza “¡es posible!” y que la familia campesina críe gallinas autóctonas y no “ponedoras” como las llaman, imitando de esa forma los países manipuladores y así perdiendo nuestra herencia, que lindo será volver hacer trueque y no angustiarnos por falta de dinero que lo único que logra es hacernos competir por querer más y más lindo aun será que los abuelos vuelvan a enseñar y ser los maestros.

Tengamos la capacidad para parar el mundo y volvamos a cultivar y a conectarnos con la Mapu, recuperemos nuestra esencia. “Volvamos a Amar”.

***************************************


Introducción a la Terapia Hortícola

Cristina Guerrero Hodge

Nací en Santiago y fui la primera hija y nieta.

Al año de vida me fui a vivir a Lo Cañas, un lugar pre cordillerano, donde mis padres iban a veranear, habían pocas casas, una viña y bodega de adobe donde elaboraban vino, plantaciones de flores y hortalizas, una media luna, una pequeña lechería y en la cordillera estaba Don Sacarías que criaba cabras y elaboraba unos exquisitos quesos. Crecí entre tomates y gladiolos que plantaba mi padre, entre paltos y guindos que hasta hoy sigo recogiendo sus frutos y mis hijos subiendo a lo más alto, igual como lo hacía yo en aquella época. Recuerdo que en diciembre maduraban los damascos y nos pasábamos tardes enteras haciendo mermelada y conserva, lo hacíamos en un fogón a leña con una enorme olla que revolvía mi madre por horas, con una paleta de madera gigante para no quemarse, ella sabía que la mermelada estaba lista cuando al ponerla en un plato esta no corría. También con los tomates que cosechábamos hacíamos salsa, la pasta de tomate se dejaba escurrir toda la noche en unas bolsas de género para luego darle el punto y envasarla.

En ese entonces Lo Cañas era un lugar bastante alejado de la cuidad uno solía decir que iba a bajar a Santiago, de vida simple y tranquila, mi única vecina era la señora Marina hoy tiene 93 años y sigue haciéndome las pelotitas de galleta con nueces y leche condensada para mi cumpleaños y el kuchen de frambuesas que tanto me gusta, por supuesto frambuesas de su parcela, las más ricas que yo nunca he probado en otro lugar. En verano cosechábamos unos baldes llenos, me acuerdo que había una frambuesa más negra que nos dejaba las manos, la ropa y la boca manchadas y que comíamos de la misma mata sin lavarlas, eso era impensable, sin embargo nunca nos enfermamos al contrario yo era muy flaca, pero muy fuerte.

Siempre me pregunto por qué los veranos en ese entonces eran tan largos y luminosos; mis recuerdos son de días eternos metida en una acequia que corre hasta el día de hoy, con un agua heladísima que se usaba para regar todo el huerto, empezando por las parras que se podaban y azufraban todos los años, los tomates perfectamente amarrados con coligues y amarras de pita.

Me acuerdo de regar tardes enteras, cambiando el agua de riego, haciendo tacos con la pala para desviarla a distintos lugares, no se me olvida cuando uno se quedaba pegado en el barro y no podíamos sacar el pie, muchas veces terminábamos yo y mi hermana embarradas hasta la cabeza.

A mis papás les encantaba ir a visitar a unos vecinos alemanes, Don Oscar y Virginia Gundlach, esa casa era increíble tenía un jardín precioso y perfecto cuidado solo por ellos dos que eran de bastante edad, con herramientas colgadas a la entrada de la casa junto a los zapatos de trabajo; ellos siempre estaban contentos y haciendo algo o mermeladas o jarabes, tenían de todo, hasta sus propios panales de abejas, patos ,gallinas, conejos, hacían hasta su propio vino, esa vivencia me marcó mucho, me encantaba ese lugar, siempre quería ir a verlos y estar con ellos, poder recorrer la parcela que como buenos alemanes estaba aprovechada hasta el último rincón. Ahora entiendo porque me gustaba tanto ir ,en realidad era un lugar sanador y mágico .

Una persona que marco mucho mi vida siendo no muy cariñoso y cercano fue mi abuelo paterno, mi abuelo Flaminio que sólo con su hacer y ejemplo pudo marcar en mi una gran vivencia. Mis recuerdos de él son en su casa, en Viña del Mar, donde yo pasaba largas temporadas, sobre todo en los veranos. El se levantaba muy temprano, tomaba desayuno y salía a trabajar a su jardín, solo era jardín, el no tenia huerto, si tenía árboles frutales, un damasco, durazno, una linda higuera, unos papayos que eran su orgullo. El lugar no era tan grande, lo lindo era que estaba dispuesto en terrazas, ya que tenía mucha pendiente. Uno lo recorría subiendo caminitos lleno de flores y plantas, en la mitad había un asiento verde hecho en obra, donde se podía observar y mirar todo, un lugar perfecto y tranquilo para descansar. Siempre ese jardín estaba lleno de pájaros, era exuberante de mucha abundancia, ordenado y metódico como mi abuelo.

Mi papá era economista, pero su gran pasión era la tierra, de un día para otro colgó su corbata y se fue a vivir y a trabajar al campo; aprendió a manejar tractores, a drenar las vegas, a cultivar maíz y maravilla, hacer silos, pero lo más importante es que por fin había escuchado su corazón y estaba haciendo lo que él siempre había soñado.

Lo más impresionante era la conexión que él tenia con sus animales, los pavos que todas las tardes llegaban sagradamente a su casa, primero a comer el maíz que él les tiraba para luego subirse a los pinos al rededor de la casa. Sus elegantes y bravos gansos que al único que dejaban acercarse era a él, sus gordas gallinas y por supuesto sus vacas, tenía una lechería que él como buen ingeniero había diseñado a la perfección y que tanta satisfacción le dio, él trasmitía esa pasión y gusto por lo que hacía que he visto en pocas personas. Luego se trasladó a vivir a Tunquén, donde transformó lugares agrestes en lindos jardines, con recorridos y asientos para descansar y mirar igual como lo hacia mi abuelo.

Después de esas vivencias no podía no estudiar algo relacionado con la tierra y saqué el titulo de administrador agrícola con mención en ganadería, me encanto mi carrera aunque poco la pude ejercer porque me casé muy joven y me puse a tener hijos, sin embargo sigo viviendo en la misma parcela donde llegué de un año, donde mis hijos se han embarrado, donde la señora Marina nos sigue haciendo las pelotitas de galletas con nueces y leche condensada para los cumpleaños, donde en los veranos hacemos mermelada de damasco, cosechamos las frambuesas y nos manchamos la boca.

******************************


Reflexiones de la huerta

Sofía Hernández Pérez
“El trabajo con la tierra ensucia las manos, pero limpia el corazón del hombre”

Floridor Pérez.
A mis casi treinta años, podría afirmar que he pasado la vida en contacto cercano con los elementos de la naturaleza. Me crié en el campo, en un valle del centro del país, trepando los cerros, explorando los bosques de pataguas, desde donde brotaba el agua de vertiente, siguiendo, junto a mis hermanos, el curso del estero. Desde que nací me vi envuelta en un universo agrícola, desde remotas generaciones mi familia estuvo vinculada a la tierra para generar su sustento. Por lo que el paisaje dorado del trigo, de la quínoa, de garbanzos y lentejas se ha quedado por siempre en el recuerdo. Así como también, la imagen de las primeras huertas que conocí, en las quebradas y faldeos de Llope.
Desde muy pequeña, sentí muchos momentos de paz profunda estando sola tendida bajo la sombra de los añosos boldos, en silencio, dejándome llevar por la imagen de las ramas enfrentándose a los rayos del sol, liberando la mente a la imaginación infinita.

Sin embargo, en mis últimos ocho años, he estado sintiéndome compenetrada con la Madre Naturaleza, desde que en una tarde de verano, en un rincón de la Isla de Chiloé, me encargaron regar una huerta y ésta explotó en mil aromas de hojas, de hierbas, de tierra húmeda, invitándome a profundizar, más allá de los sentidos, en su inmensa riqueza natural y cultural.
Al siguiente año, en un paseo en bicicleta, junto a Tom, por territorio Lafkenche en la costa de Puerto Saavedra, acampamos junto al Lago Budi. Debimos cruzar un campo de arvejas, para luego refugiarnos bajo un árbol que tenía forma de arco, apoyado sobre la tierra. Todo alrededor estaba tapizado de poleo, que crecía de manera silvestre, impregnando todo el ambiente con su mentoso aroma. Esa noche sentíamos la fuerza del océano Pacífico golpeando la playa, el canto de algunas aves y la neblina que cubría todo. En medio de la oscuridad, mientras dormíamos, la carpa se abrió y me desperté temblando de frío afuera. Sentí miedo de la inmensidad del paisaje, de estar en otro mundo ancestral, donde imaginé el contacto de las machis con su escenario de hierbas, bosques, aguas, dimensiones y de toda la sabiduría acumulada siglo tras siglo, fruto de la interacción estrecha con estos parajes.

Ese viaje, que sólo duró diez días recorriendo en bicicleta ríos, lagos y volcanes hasta llegar a Calbuco donde creció mi compañero, marcó en mí un reencantamiento con los horizontes amplios, con el viento, con el sol y sobre todo con la libertad que se vive al estar/siendo con la naturaleza. Desde esos años, he estado impregnándome de un universo vegetal/animal recreado en la figura de la huerta urbana, desde mi profesión como antropóloga, atenta a los legados culturales que tenemos aún en nuestro continente y todo lo que estos elementos pueden brindarnos para un mejor vivir en el presente, hasta el interés de que mi hija Maitén tenga la posibilidad de vivenciar los ciclos de la vida, algo tan sencillo, pero a la vez, tan lejano en estos días.

Mientras estaba embarazada, descubrimos un huerto en medio de una céntrica avenida en la comuna de La Reina. Al entrar por un sendero de altos castaños y sauces, junto al Canal San Carlos, conocimos a doña Bertina, una mujer de más setenta de años, que gracias a toda su entrega con el mundo de las plantas medicinales y al milagroso proceso del compostaje, ha transformado su vida en un vergel de alegría. Su experiencia ha influido en cientos de otras personas que viviendo en la ciudad se sienten ahogados/as, recuperando la esperanza en la posibilidad de cultivar unas cuantas plantas y poder respirar de sus beneficios.

Tras el encantamiento primero que viví sobre la existencia de espacios de hortalizas dentro de la ciudad capitalina, un sentido político se apoderó de mis acciones. En cuanto al problema de la contaminación, de los transgénicos, de los abusos hacia la naturaleza efectuados por los seres humanos y en definitiva a la resistencia cultural que todos/as podemos expresar frente a este mundo con su predominante y homogéneo modelo a seguir. Sin embargo, ese sentido político comenzó a llenarme de rabia, tratando de convencer a otros/as, de manera insistente, sobre lo valioso que consideraba este camino hortícola, pero lentamente esa rabia ha ido transformándose en paciencia. Tal como un montón de hojas necesita tiempo para convertirse en tierra rica. Es así como, lentamente, el trabajo horticultor se ha expandido en mi vida, tras la primera huerta que gestamos en un hospital abandonado en la comuna de Independencia, en el año 2005, he ido vinculándome en otros diversos escenarios donde se cultiva el alimento. Pasando por el taller de huerta para niños/as que facilité hace tres años en Ñuñoa, la pequeña huerta en macetas que tenemos en casa, afuera en el pasaje de mi barrio, entre tantos puñados de oasis urbanos. Donde diversidad de transeúntes se han deleitado al mirar, por ejemplo, un zapallo trepándose por un muro, para los/as niños/as ha sido un descubrimiento, mientras que para otros/as ha significado recordar su crianza campesina ocurrida en distintos lugares de Chile.

La huerta ha brindado una posibilidad para estar/siendo en familia, en comunidad. Tal como se puede rescatar del pasado precolombino, donde la vida entera, individual, social y cósmica giraba en torno a la chacra, en torno a las inclemencias de los seres del clima y cómo todo se superaba al estar dentro de la unidad doméstica más cercana.

La huerta ha sido un refugio, un pequeño paréntesis, para aquellos/as que soñamos con poder vivir sin apuros, disfrutando del sonido de nuestros pasos sobre las hojas secas.

Una tarde en que estaba muy triste, encontré una semilla de caléndula en el bolsillo de una chaqueta que no usaba hacía tiempo. Parecía que iluminaba con su forma y que desprendía un calor especial. Me quedé largo rato observándola, degustando su existencia. Volví a sentirme con fuerzas, para seguir en el viaje hacia la dimensión hortícola. Sólo que he comprendido y sentido que es un camino de autoconocimiento, de autosuperación. La magistral belleza que he podido disfrutar en expresiones de la huerta, tales como una hierba del paño creciendo en una grieta o un diente de león floreciendo en un mínimo espacio de tierra, están fortaleciendo la decisión de vivir en una siembra eterna. Encontrando señales que he venido interpretando como un baile permanente con la vida.


*********************************************


Mi experiencia con la naturaleza

Héctor Ladrón de Guevara Soto
Vivo en una zona rural de la Sexta Región, tierra fértil y generosa, donde la principal fuente laboral es el trabajo agrícola. Mis abuelos y padres crecieron y desarrollaron sus vidas en este sector, por eso he tenido la suerte de estar en contacto con la naturaleza desde mi infancia.

Pasé gran parte de mi niñez con mis abuelos maternos, y de ellos guardo muchos recuerdos. Viene a mi memoria la mañana en que mi abuelo me enseñó a atrapar gallinas. Recuerdo el orgullo y la alegría que sentí cuando, al darles de comer, atrapé mi primera ave. O el día en que, con mi abuela, ayudamos a un pollito a salir del cascarón y lo emocionante que resultó.

Siempre estuve rodeado de plantaciones y sembradíos. Junto a mis hermanos y vecinos jugábamos gran parte del día en los maizales aledaños, sobre el antiguo nogal de mi abuela, bañándonos en el río, o simplemente en el jardín de mí casa. Las noches de juego en verano eran interminables, acompañadas por los zancudos que casi nos comían vivos.

Pasábamos el tiempo explorando bajo las rocas y observando con interés a los chanchitos de tierra, viendo cómo estos se enroscaban; a las chinitas con su manía de caminar siempre hacia arriba; o las cuncunas con su textura y distintos colores. Recuerdo que sentíamos gran curiosidad al ver la cola de las lagartijas moviéndose una vez que ésta se desprendía, y el asombro que nos llevamos al descubrir un nido de perdiz con esos huevos que parecían de loza. Desde pequeño escuché a mi padre hablar sobre el cuidado de ciertos animalitos benéficos, como las chinitas, lechuzas, y sobre todo nos insistía en que no cazáramos lagartijas.

Uno de los lugares favoritos de mi casa era el sector del patio donde se encontraba la planta de cedrón. Me encantaba su aroma, y el saber que lo había plantado mi abuela paterna que no alcancé a conocer, me hacía sentir estar conectado con ella.

A mi madre siempre le gustó tener su huerta con pimentones, tomates y albahaca, transformándose en un lugar de atracción indiscutido para los visitantes o amigos que iban a nuestra casa, llevándose consigo cajones de lo que ellos mismos cosechaban. Ella junto a mi abuela nos preparaba dulce con los membrillos que cortábamos junto a mis hermanos, miel de melón y jamás faltó la chicha de uva.

Nunca nos faltaron frutas, ni verduras, ni hortalizas que comer, ya que todos los vecinos compartían de su cosecha.

Siempre me gustó observar las estrellas, por lo que intentaba buscar un lugar sin contaminación lumínica para verlas mejor. Una calurosa noche de verano invité a mi hermano menor para que me acompañara. Nos dirigimos a un potrero de alfalfa, ubicado a un costado de la casa, y nos recostamos en un lugar donde ésta ya se había segado para los caballos. Todo estaba muy tranquilo, sólo iluminado por las estrellas. Nos encontrábamos envueltos por el aroma de la alfalfa, por su humedad y frescor, acompañados por un gran coro de grillos. Fue un momento muy especial. No recuerdo cuánto tiempo estuvimos en aquel lugar pero sí recuerdo la paz y tranquilidad que sentíamos. Ambos nos mantuvimos en silencio. Recuerdo que oré y di las gracias por aquel momento.

Cuando nos fuimos, noté el rostro de mi hermano muy sereno y relajado. Imagino que el mío se veía igual. Yo quería mucho a mi hermano, pero siempre discutíamos por cualquier cosa. Aquel episodio fue significativo para ambos, ya que desde ese día nos llevamos mucho mejor y las peleas se acabaron.

Existen situaciones que para uno son comunes, o estamos tan acostumbrados a ellas que no valoramos su esencia. Así me lo hizo recordar Andrea, mi polola. Ella estaba fascinada cuando fuimos a recoger huevos de entre la paja donde habían puesto las gallinas. No podía creer que los huevos se recogieran desde la tierra, o nido, sin tener la necesidad de ir a un negocio. O el asombro que he visto en amigos provenientes de la ciudad, similar al que se llevaría un niño pequeño, al ver pollitos recién nacidos. Sin ir más lejos, en el año 2009 realicé una de mis prácticas profesionales en la Mutual de Seguridad de Quilicura. El lugar dónde atendíamos a los pacientes era un pequeño gimnasio implementado con lo necesario para entregar una buena atención, sin embargo era un espacio cerrado, frío. Las pocas ventanas que existían no permitían ver hacia el exterior, y estaba todo iluminado con luz artificial. Lo único verde era una planta mal cuidada ubicada en un macetero sobre una mesa. Un día se me ocurrió enterrar junto a la planta unos porotos negros, utilizados en la rehabilitación de manos, sin saber el efecto que causaría. Cuando estos germinaron y comenzaron a crecer, el asombro, tanto de pacientes como de otros kinesiólogos, era mayor. Todos se sentían muy involucrados con aquella plantita, la observaban y cuidaban. Se transformó en el centro de atención del gimnasio. Incluso al terminar mi período de práctica en aquel lugar me prometieron seguir cuidando de ella.

Al enterrar una semilla, uno espera que esta germine, crezca, florezca, dé frutos, que en cierta época del año pierda sus hojas. En otras palabras que viva y pase por los procesos naturales que le correspondan.

Hace un tiempo tuve una planta de frutillas en la terraza del departamento de mis hermanos. La regaba dos veces a la semana, lo que mantenía su tierra húmeda. El sol le daba sólo hasta medio día. Acercándose fin de año, de un día para otro y de manera abrupta aumentó la temperatura ambiental sin que me diera cuenta. Cuando salí a ver, mi planta estaba lacia, totalmente deshidratada. La tomé y el macetero estaba caliente al igual que la tierra en su interior. Preocupado y triste la regué pensando que había muerto, sin saber la sorpresa que me llevaría. A los pocos minutos la planta comenzó a enderezarse adoptando la forma que tenía anteriormente, llena de vida. Fue tanto mi asombro que les mostré el evento a mis hermanos los cuales también quedaron fascinados.

Este simple suceso fue muy significativo para mí. Lo que pasó estaba fuera de contexto. Al principio tenía una sensación de angustia, de que ya estaba todo perdido. Pero al ver como la planta revivió sentí mucha alegría y esperanza. Me permitió hacer una pausa en mi vida y ver que las plantas son seres dinámicos, y que no estaba apreciando todos los detalles.

Luego de meditar algún tiempo lo ocurrido, me quedaron algunas enseñanzas:

Primero, me di cuenta de que estaba siendo rígido en mi manera de pensar. Que no tenga el conocimiento de que algo pueda ocurrir, no quiere decir que no vaya a ocurrir.

En los momentos más adversos nos llevamos las mejores sorpresas. Siempre existe una solución a los problemas, no importa cuál sea, con un poco de ayuda y los elementos necesarios se puede salir adelante.

Aprendí a tomar en cuenta la gran influencia que tienen ciertos factores, como el sol y el agua, sobre la vida. Y a estar atento a los cambios del clima y las precauciones que se deben tomar.


*****************************************

INTRODUCCION A LA TERAPIA HORTICOLA
por Marisopa

Primer Trabajo, sobre mi propia experiencia referente a la Horticultura, Naturaleza o Jardín

Nunca pensé que este trabajo escrito, que se me ha encomendado y que se veía tan simple de hacer, se haya transformado en uno de los trabajos más difíciles que haya desarrollado jamás.

Primero vencer lo autorreferente, tratar de plasmar aquí, mi vida, rebuscar en mis recuerdos y mis experiencias a través de la Pacha Mama. Pensé muchísimo a cerca de cómo empezar a escribir mi historia y tengo que reconocer que si bien en un principio no quería hacerlo, agradezco a Marie la oportunidad de reencontrarme con mi pasado, presente y porque no decirlo mi futuro, porque me he dado cuenta que en realidad toda mi vida he estado ligada a la tierra, disfrutando solo con la observación de la naturaleza en general, los paisajes, insectos, animalitos, captando cada precioso momento de las estaciones, los olores, los sabores, las texturas y los sonidos.

Volver atrás, recordar y resumir todas mis experiencias ha sido una verdadera catarsis y terapia en sí misma. Recordé cosas y situaciones que siempre estuvieron presentes, pero que ya no las veía, o no recordaba y que estaban en algún rinconcito de mi memoria y corazón. Luego comprendí que siempre formaron parte de mi ADN.

En las siguientes líneas tratare de resumir mis recuerdos y conexión con la madre tierra:

Nací en La serena y toda mi vida estuve rodeada de actividades agrícolas o de jardinería, primero porque muchas de mis compañeras de colegio vivían en el campo y sus padres cultivaban la tierra, otras eran descendientes de las colonias italiana y alemana y se ganaban la vida trabajando la tierra. Mi madre siempre estuvo ligada a la tierra, siempre la recuerdo en el jardín. Teníamos un precioso jardín y con una huerta increíble, llena de árboles frutales, donde sobresalían los papayos, chirimoyos, duraznos, damascos, ciruelos, frambuesas y todo tipo de hierbas que tanto ella como mi padre cuidaban con mucho amor. Mi madre siempre fue una paisajista innata, ella es descendiente de alemanes y estudio Bellas Artes en la UC, siempre ha sido una artista maravillosa, todo lo que sus manos tocan se convierte en arte. Teníamos además un gallinero, perros, patos, etc. Ella siempre hizo las mermeladas, conservas, etc. con los productos de nuestra propia huerta. Siempre estaba experimentando, haciendo injertos en los árboles, polinizando, vacunando sus gallinas,” las obligaba a ser buenas madres”, como ella decía y se sentaba en un cajón dado vuelta encima del cajón de las ponedoras para obligarlas a que empollaran, mientras ella tejía. Recuerdo que íbamos muy seguido una o dos veces a la semana al Jardín Botánico de La Serena, donde tenía sus amigos e intercambiaban plantas, patillas, semillas y hasta les enseñaba mejores formas de hacer diferentes cosas que ella ya había experimentado antes por sí misma. Cuando no nos portábamos bien, nos amenazaba con cambiarnos por una planta que ella necesitaba o quería en ese mismo jardín Botánico. Amenaza que por cierto nosotros pensábamos que de verdad cumpliría. Todas estas experiencias y recuerdos, me ayudaron a ser una mejor madre y persona en general.

Cuando yo era chica no existía el riego automático, por lo que el jardín demandaba muchísimo tiempo y trabajo, mi madre se quedaba hasta las 12 horas de la noche regando su chacra, pasto y flores (su orgullo eran sus preciosos y gigantes crisantemos de todos colores y sus coloridas y maravillosas rosas). Después esa tarea nos sería encomendada a nosotros en el futuro. Siempre hizo su propia tierra de hojas, en un lugar del patio trasero de la casa, destinado para este fin, donde se apilaban las hojas y después ella cosechaba esa tierra, con una especie de carretilla muy especial que encomendó a mi padre que le hiciera, para recolectar más fácilmente el nuevo producto con el que fertilizaba su jardín. Más tarde yo heredaría esa bendita y maravillosa carretilla.

No puedo dejar de mencionar los innumerables viajes que hacíamos durante las vacaciones de invierno y algunas de verano, de La Serena a Santiago y viceversa, principalmente, a la casa de mis abuelos maternos, que también siempre tuvieron su Jardín Huerta. Recuerdo el olor del verano, cuando mi abuela cosechaba sus tomates y uvas, eran unas vacaciones increíbles, nos subíamos a unos damascos añosos en los que cosechábamos los deliciosos frutos y jugábamos construyendo nuestra propia casita de muñecas sobre ellos. Me fascinaba ver cuando mi abuelo nos enseñaba a recolectar y reconocer las frutillas maduras, después disfrutábamos todos bajo el parrón comiéndolas con crema o en diferentes postres.

Cuando terminé el colegio, nos vinimos a Santiago mi hermana y yo a estudiar a la Universidad. Con el paso de los años me casé muy joven y siempre estudié muchas cosas que tuvieran que ver con la ayuda hacia los demás y el contacto con la naturaleza y sin saberlo, aunque siempre me negué, volví de una manera muy casual a tener un contacto mucho más directo y definitivo con la tierra. Vivimos durante siete años en un departamento con mi marido y los niños, y cuando estaba a punto de tener a mi cuarto hijo, nos cambiamos a una casa, donde buscamos que fuera lo más parecido a lo que yo había vivido en mi infancia. Soñaba con tener una vaca, una oveja que me cortaría el futuro pasto que tendríamos en nuestro jardín, yo haría chalecos con la lana y aprovecharía el abono; perros, etc. En una oportunidad, tuvimos que decidir poner solo pasto en toda la casa para evitar el tierral y que los niños pudieran jugar en él ya que no teníamos los medios como para estructurar y pagar un jardín definitivo en ese momento. Contratamos a una persona que en resumidas cuentas nos estafó, nos cobró una fortuna y nos sembró un pasto de pésima calidad. A raíz del desafortunado acontecimiento con el pasto empecé a interesarme por el jardín y tomé diversos cursos, para aprender y poder manejar a futuro mi jardín, el que posteriormente fui haciendo con mis propias manos, plantando árbol por árbol y construyéndolo de una manera intuitiva sin tener idea en ese entonces de paisajismo.

Haciendo un paréntesis, dentro de mi propia bitácora de vida, en el transcurso del crecimiento de mi vida en familia con mis hijos y marido, siempre salimos de vacaciones haciendo camping por todo Chile y también fuera de éste. Los chicos crecieron buceando y acampando con nosotros y disfrutando de la naturaleza, de la pesca con el papá, (lo que no me gustaba mucho porque me daba pena, pero, siempre tuvimos carnet de pesca y todo muy controlado y lo pescado siempre se les explicó a los chicos que era para nuestra propia alimentación). El tener bebes o estar embarazada, nunca fue un impedimento para acercarnos a la naturaleza, en vez de que nosotros nos adaptáramos a los niños y tener temor de sacarlos para que no se enfermaran, ellos se adaptaron a nuestra vida y contacto con la naturaleza en general. Así fuimos explorando diversos paisajes de nuestro maravilloso país y nos fuimos enamorando cada vez más de la vida al aire libre, con múltiples anécdotas que contar, peligros y accidentes que enfrentamos juntos todos unidos como familia hasta el día de hoy.

No puedo olvidar las anécdotas divertidas que viví con cada uno de mis hijos, relacionadas con el jardín en nuestra propia casa y de cuando llegaban de la schule, con sus rabanitos o zanahorias que habían sembrado y cosechado con tanto amor en su propio Biotop escolar y que compartíamos y comíamos todos juntos en nuestra mesa. Esos simples rabanitos y zanahorias tenían otro sabor, eran sencillamente maravillosos y destilaban amor.

Por otro lado mis suegros también siempre fueron aficionados a la huerta y el jardín, actualmente tienen un jardín en Santiago que es un verdadero oasis dentro de la ciudad, con muchos frutales, paltos, manzanos, perales, ciruelos, almendros, higueras, caquis, tunas y una chacra, en la que siembran de todo y casi no compran nada de verduras o frutas en ningún supermercado. Yo siempre ayudaba al Opapa a cosechar las frutas, incluso siempre me retaba, porque me subía a los árboles embarazada a cosechar. La mayoría de las mermeladas y conservas que hago hasta la actualidad son producto de las frutas que se producen en el Jardín Huerta de mis suegros, donde siempre existió hasta el día de hoy una compostera, cuyo producto es usado en el propio jardín.

Más tarde me hice una profesional de la Jardinería, el Paisajismo y la Arquitectura del Paisaje, me dediqué a experimentar con todo tipo de cosas en mi paraíso propio, no hubo planta que yo no hubiera estudiado y experimentado antes en mi trocito de tierra en mi casa, lo cual a futuro me dio seguridad y confianza, para cuando empecé a hacer mis primeros jardines profesionales. Así fue creciendo cada vez más el amor a la tierra. Trabajé también durante dos años para el Vivero y Jardín Pehuén, porque empecé a estudiar y enamorarme cada vez más de las coníferas. Mi amigo y dueño de ese vivero especialista en coníferas me pidió que le administrara una sucursal, que instaló en Lo Barnechea. Ese trabajo fue maravilloso, no teníamos absolutamente nada, partimos de cero, la gente del sector, poco a poco fue desarrollando lazos afectivos con nosotros y cuando ocurría algún problema, siempre tenía a uno o dos defensores a mi lado. Al mismo tiempo yo educaba, les enseñaba a ahorrar agua a limpiar y botar los desperdicios, a no contaminar y a ser solidarios entre ellos. Disfrutaba muchísimo en ese pequeño trocito de tierra, ya que todos los días hacia un paisajismo vivo y diferente, para que los futuros clientes disfrutaran del lugar y se entusiasmaran en comprarnos plantas y los productos que vendíamos. Por otro lado experimenté el conocer, personas muy diferentes, desde coleccionistas, depresivos, personas muy solas y fanáticos de las plantas, hasta personas que sólo querían comprar lo que estuviera de moda o fuera lo más caro porque le daba estatus a sus jardines. También había personas que ni siquiera se bajaban del auto, por lo que desarrollé un paisajismo vivo y atractivo en el que los obligaba a querer seguir mirando y para lo que tenían que obligatoriamente bajarse del auto y hacer el recorrido a pie, por el jardín. Así nació el trabajo de reestructuración de jardines que siempre hice sin costo, pero con la condición que nos compraran las plantas a nosotros.

También tuve hace unos diez años atrás la oportunidad de viajar a Europa a recorrer y aprender muchísimo de estos jardines, a través de un grupo que se formo de paisajistas y amantes de las plantas y del paisaje en general con esta finalidad. Encabezado en ese entonces por Juan Grimm y Georgianne Vial, los que serían nuestros guías y profesores en nuestro proceso de aprendizaje. Finalmente partimos ( sin Juan Grimm) a Europa, y ese viaje terminó de consolidar mi amor hacia todo lo que fuera naturaleza, jardines y paisajes. Desde ese entonces, cambié totalmente el enfoque en la forma de viajar, porque me di cuenta que a través de los jardines y los paisajes se llegaba a todo, lo que fuera cultural, la arquitectura, arte, gastronomía y las costumbres de los pueblos. Instancia que he mantenido hasta el día de hoy, en los diferentes viajes que he hecho, ya sea con mi marido, por trabajo o solamente por placer. Mi marido es mi más fiel compañero y vibra a través de mi espontaneidad con todo lo que tenga que ver con la naturaleza en sí, paisajes, jardines etc.

Actualmente (hace tres años) cumplimos nuestro sueño colectivo familiar y tenemos un trocito del paraíso en el sur, donde todos los hermanos de mi marido y mi única hermana, (casada con un hermano de mi marido) somos dueños, y todos veraneamos y trabajamos juntos, durante todo el verano. Es una experiencia única, los primos han crecido como hermanos, se adoran y cuidan mutuamente, hemos tratado de enseñarles a nuestros vecinos a respetar el lugar, no talar la flora nativa, cuidarla, no contaminar en lo posible, tratar de evitar cualquier tipo de vehículo a gasolina para evitar la contaminación acústica y acuática, para mantener lo más prístino posible el lugar. El cuidador Juanito construyó dos botes a remos uno para él y otro para la familia. El nuestro, es el medio de transporte más usado por todos los integrantes de la familia. Ahora contamos con dos kayaks, con capacidad para dos o tres personas, donde los chicos hacen deporte y competencias. Muy de vez en cuando, se les permite hacer deporte acuático sobre esquí ya que uno de mis cuñados, ya tenía su lancha desde hacía muchos años, pasando a formar parte del patrimonio familiar, la cual sólo es usada en caso de extrema urgencia o emergencia. En ese lugar he vivido experiencias maravillosas con la comunidad Araucana del lugar, salía con la Sra. Érica, quien me enseñaba a reconocer hierbas en los cerros y cercanías del lago. Hace un año atrás plantamos juntas una pequeña chacrita de hierbas culinarias y medicinales, yo le hacía trueque con mis mermeladas y recetas y clases de lenguaje y ella con sus frutas, su exquisito merquén y telares. A su vez intercambiábamos conocimientos sobre la tierra y como procesar diferentes cosechas, hacer conservas, etc., para que tuvieran frutas y variedad de alimentación en el invierno.

En resumen toda mi vida ha estado y estará de una manera u otra ligada a la tierra.

*********************************************

 
El Calendario
Mónica Acevedo L

I. La infancia y los ciclos.
El conocimiento y el otoño. La siembra.
Colegio, planificación, tareas y experimentos. En medio de un laberinto desordenado a mis ojos infantiles, se sucedían un sinfín de arbustos y frutales en el patio. El Tata me decía el nombre de las plantas y curiosamente recuerdo los más raros: el ponciano, las verónicas, el ilán. En primero básico aprendí a hacer un pluviómetro y cada año lo limpiaba para llevar el registro anual de precipitaciones de la casa.

El invierno y los colores. Los brotes.
Eran semanas grises, donde podía pasar tardes viendo llover, pero una vez al año esperaba la floración de la única cala negra; durante los fríos días en que duraba la flor, me hincaba diariamente a mirar el terciopelo interno y a palpar el suave polen. Un poco más allá empezaban a asomar los esperados jacintos y narcisos. Esas manchas de color anunciaban lo que vendría pronto.

La primavera y la abundancia. La floración.
Época social, días más largos y permiso para jugar en los patios de las amigas. A algunas plantas del jardín les ponía nombre yo misma, y era habitual que jugara a transformar las suculentas pulpas en “comida” para las muñecas. Era tal la variedad de colores y texturas, que los inventos gastronómicos se sucedían sin llegar a aburrir. También descubríamos el trueque, intercambiando por las panderetas de las casas, hojas y flores con las vecinas de juego.

El descubrimiento y el verano. La cosecha.
El verano era tiempo de sur, playa, bosque, familia. Cada año un sendero nuevo para internarse la tarde entera y buscar tesoros: una piedra, un tronco retorcido, una flor pequeñísima. Aún ahora nos traemos “olor a bosque” cada verano, recolectando joyas bajo pinos y eucaliptos.

II. La Universidad y el golpe de la realidad laboral.

Con un importante grado de ingenuidad e inmadurez entré a estudiar una carrera afín al agro. El ensueño adolescente insinuaba un futuro amable y campestre, casi cálido. Desde las primeras prácticas de verano, el escenario fue muy distinto al imaginado: planteles de cientos de trabajadores en condiciones deplorables, sin comedores, baños ni contratos. Analfabetismo, abuso, castas, desesperanza. El verano dejó de ser caluroso por las vacaciones, para tornarse en el hielo de la producción y la carrera de la exportación de frutas.

Aunque ocupé los puestos altos de la pirámide, tuvo que pasar mucho tiempo para asumir el fracaso interno que iba experimentando. En años y años de ejercicio, no hubo naturaleza cerca, estaba tan arriba que la tierra no me ensuciaba las botas, menos las manos y siento que lo único verde en que pensaba, era en dólares de retorno.

Posiblemente ahí se empezó a gestar la semilla de la conciencia social que fructificaría años después.

III. El Jardín Infantil y la vuelta al centro.

Con la perspectiva que da el tiempo, no resulta tan curioso haberse embarcado en un proyecto – aparentemente tan dispar - como el Jardín de niños. Con ellos volví a encantarme con el proceso del descubrimiento y la maravilla. Metimos las manos y los pies en el barro durante el verano, y metimos las macetas bajo plástico en el invierno. Los ciclos comenzaban a tomar su lugar nuevamente, para ellos de forma natural, para mí, como un retorno esperado. Se suceden cientos de chispazos de momentos especiales, de experiencias individuales y colectivas difíciles de apresar, juntando las hojas del damasco en otoño, comiéndonos su fruta en diciembre, sembrando lo que fuera y cuando fuera, jugando a regar y mojarnos en verano. Cosechamos diez generaciones de niñas y niños fabulosos, y sin duda, en todo ese ciclo, mutuamente nos hibridamos, nos injertamos y nos polinizamos.

IV. Lo sagrado.

En los últimos años el quehacer y la mirada han tomado movimientos pivotantes hacia las ramas en lo social, y hacia las raíces en lo personal. Cual rizoma siguiendo el agua, nace una profunda búsqueda espiritual para nutrir en espacio poco explorado. La naturaleza muta de verde infantil a un arco iris de cosmogonía.

Es en ese acomodo de estilo de vida, donde irrumpe la coherencia, la sanación, el dar, el otro, la terapia, aparece Herbarium, y no es coincidencia que estemos juntos compartiendo este tiempo y este espacio. Confío en que lo que sembremos como terapeutas, tenga el más sano fruto.